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“Sólo los privilegiados nacen dos veces” Un relato conmovedor de Paloma Hurtado |
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Paloma
Hurtado nos cuenta, en este relato escrito en
2003, |
“Sólo los privilegiados nacen dos veces” (frase que me puso mi padre en el regalo de Navidad de 1993)
Grabábamos para televisión mi hermana Teresa y yo —«Compuesta y sin novio»—, serie de Antena 3 TV con Lina Morgan de protagonista, Amparo Larrañaga y José Coronado. Días antes ya habíamos grabado con Chicho la canción de entrada del nuevo «Un, dos, tres...».
La serie se rodaba en Cáceres. Nos venían a recoger muy muy temprano. Daba la casualidad que casi siempre coincidíamos Teresa y yo en nuestros días de grabación. Yo hacía un año que tenia un perrito “Chico”; lo tenía desde recién nacido... Hasta que tuvo cuatro meses dormía dentro de una mis zapatillas. Desde que entró en mi vida ni un solo día me separe de él; le enseñé, o él aprendió, a hacer sus necesidades en un papel... Era tan chiquitito que con un papelito tenía de sobra... Yo calculaba sus horas, preparaba el papel, lo ponía, y él, aunque no quisiera, hacía la intención de hacerlo. Como lo llevaba a todos sitios conmigo —y cuando digo a todos sitios, era a todos sitios: cine, rodajes, restaurantes...— le acostumbré a ir dentro de una bolsa, y así me acompañaba a todos lados. Él sabía que así no se separaba de mi lado. En el cine ponía la bolsa en el suelo y ni rechistaba durante toda la proyección; si yo iba al lavabo, lo llevaba conmigo, le ponía su papelito y ya... Llevaba un termo con agua, y como comía sólo dos veces al día, por la mañana y por la noche, no tenía problema ninguno para trasladarlo.
En casa jugaba al escondite conmigo; yo le decía “¿Dónde está Chico?”, salía disparado al pasillo, colocaba la cabeza debajo de una cortina —sólo escondía la cabeza— yo pasaba por su lado diciendo “¿Dónde está Chico?”; ni se movía; y cuando yo decía “ayyyyy, pobre Chico, no está, voy a llamar a la policía para que lo busque...”, salía corriendo a echarse en mis brazos. Toda mi familia estaba loca por el perrito; mi padre cuando llegaba a mi casa decía “hija, vengo a ver a Chico”.
Toda esta semblanza de mi perrito viene a que yo a las grabaciones iba con mi perrito, lo llevaba dentro de su bolsa. Recuerdo que el director de la serie decía “Se corta para que Paloma pasee un rato a su perrito”. Lina Morgan tenía otra de igual raza y también la llevaba a los rodajes. Fue un rodaje muy agradable con compañeros muy cariñosos. Todos pendientes de Chico. Se dejaba querer por su comportamiento. Faltaban dos días para acabar la serie. Teresa y yo lo que hacíamos era, si una de las dos un día no rodaba, acompañaba a la otra; así siempre estábamos juntas. Fernanda también venía de acompañante. Así las tres con Chico pasamos todo el rodaje. Solíamos quedarnos, si el rodaje acababa tarde, en un hotel en una habitación las tres juntas con tres camas con mi perrito.
Era el último día de grabación. La noche anterior Teresa y Fernanda me llamaron para quedar a ver a qué hora nos recogía el coche de producción. Mi esposo en aquel momento, ex ahora, me dijo que me quedara ese día porque había cuatro invitaciones para un estreno de una película de Almodóvar. Iríamos mi madre, mi amigo Eugenio Sánchez, él y yo. Yo me negué en rotundo, le dije que no, que me apetecía irme al rodaje con mis hermanas. La conversación subió de tono por parte de mi ex; las gemelas al otro lado del teléfono oían como mi ex me increpaba para que le acompañase al estreno.
En contra absolutamente de mi voluntad, accedí a quedarme. Las gemelas, muy temprano, salieron para Cáceres, y se quedarían esa noche allí por que el rodaje acabaría tarde. Eso era lo que me apetecía a mí: ir con mis hermanas. Era el 23 de octubre de 1993.
Me levanté de muy mal humor con mi ex. Había quedado en casa de mis padres a merendar para luego con mi madre y este amigo ir al estreno.
Hacia las tres de la tarde agarré a mi perrito y me fui a comprarle su comida a “La Pajarería Inglesa”. Ese día hacía frío y le compré un abriguito de perro. Allí charlando con el dueño me enseñó un gatito casi recién nacido; esos que son de angora, grises con el morro chato; era precioso; y pensé: mis papis están que se mueren con Chico; era su adoración; voy a regalarles este gatito; así no echarán de menos a Chico cuando me lo lleve para mi casa. Compré el gatito, compré todos los aditamentos para su cuidado: bolsa, comida, etc. Cogí un taxi y me fui con el regalo a casa de mis padres. Cuando llegué estaban solos y les hice el regalo. Mi padre empezó a reírse con la cara del gatito; le pusimos encima de la mesa y subimos también a Chico; jugaban que era un gusto verlos. A mi madre le hizo mucha ilusión; estaban los dos embobados. A las siete y media llegaron a casa de mis padres Eugenio y mi ex. Mi madre dijo que ella al estreno no iba; se quedaba a cuidar a su gatito. Ayudé a mi madre a ordenar a su gatito. A las ocho agarré a mi perrito y di un beso a mis papis. Cada vez que salía por el portal de casa de mis padres, como en esa misma acera un poco más arriba estaba su veterinario y Chico se ponía nervioso, lo subía en mis brazos y así pasábamos delante del veterinario hasta la esquina para coger un taxi. A las ocho de la tarde la Comisaría de Extranjería, que estaba un poco mas arriba enfrente justo del veterinario y de la salida de Actores del Teatro de la Zarzuela, a esa hora —repito— cerraban con una verja el acceso a la calle. A esa hora era justo cuando en el Teatro había descanso, y los profesores de la orquesta salían a tomar el aire. Ese día era igual que otros; salíamos del portal, subí a mi perrito en brazos, inicié la subida de la calle y...
Un gran ruido... Un resplandor muy fuerte... Y un grito desgarrador de mi perrito (aún lo oigo; nunca lo olvidaré). Sentí como un escozor muy profundo en la cara y caí de espaldas en medio de la calle. Sólo un grito oí:
— Gilipollas, has disparado el fusil.
Gritos, gente corriendo... y pensé: “¿Fusil? ¿Tiro? Mi perro”. Sólo eso pensé. ¡MI PERRITO! Sabía que algo me había pasado a mí, no podía levantarme, no podía abrir los ojos; gritaban...
Yo inmóvil, tirada en medio de la calle, oía todo. Sólo pensé: “mi perrito; si algo me ha pasado a mí, y me pasa porque me duele mucho la cara, nadie se va a ocupar de mi perrito”. Tanteé estirando la mano a ver si podía dar con la correa; la noté; tiré de ella y ya tenia a mi perrito entre mis brazos. Y pensé: “perdido no lo soportaría; aquí lo tengo; lo que me pase a mí ya no me importa; mi perrito está conmigo”. Noté que me levantaban en volandas... pedían a gritos una ambulancia... y me noté encima del capó de un coche. Mi ex gritaba.
— La habéis matado.
Yo, inmóvil, oía todo y casi ni respiraba. Intentaba asimilar qué ocurría. De pronto oí:
— Soy sacerdote; le daré la Extrema Unción.
Reaccioné de pronto y le dije:
— Usted a mí no me da nada.
En medio del griterío, empecé a reaccionar: “Un tiro... me duele la cara... ¡¡mi ojo!! Dios mío, ¿me han dado en mi ojo?”. Se me pasó por la mente un torero, Sandín, con un ojo de cristal... Muy despacio intenté abrir ese ojo, y comprobé que veía. Menos mal; no es el ojo; ni tampoco el otro. Medio veía por los dos. Oí más gritos, y a mi amigo Eugenio diciéndome “Palomita, suelta al perro. Palomita, suelta a Chico”.
No podían despegarlo de mí. Yo sabía que en esa confusión mi perrito se perdería. Lo agarré con más fuerza. Eugenio insistió:
— Palomita, yo me hago cargo de Chico, no te preocupes; suéltalo.
Me levantaron en volandas; Eugenio me quitó a mi perrito; y noté cómo me introducían en un coche. Sólo oía:
— ¡Al hospital, al hospital!
De pronto empecé a darme cuenta: un tiro; me duele la cara y mis ojos están bien. Le susurré a mi ex: “Por favor, si algo me pasa en la cara, llévame con Benito Vilar Sancho (cirujano plástico)”.
Se paró el coche; me vi en una camilla y a toda velocidad por los pasillos de un hospital. Sólo oía: “Herida de bala”.
LO QUE OCURRÍA MIENTRAS MI TRASLADO AL HOSPITAL
Eugenio se quedó con el perrito en brazos y entró en el portal de mis padres. La portera le dijo que entrara a su casa a reponerse del susto. Eugenio entró en la portería con el perrito. Eugenio le comentó: “Fíjese si sería bueno este perrito que se ha quedado dormido, ni molesta; parece que se de cuenta que no debe molestar”. La portera le dijo “Don Eugenio, el perrito no está dormido; yo creo que está muerto”.
A Eugenio se le cortó la respiración; salió corriendo al veterinario.
Cuatro postas le habían atravesado su pequeño cuerpo.
Mientras, la portera había llamado al timbre que hay en el exterior del portal para avisar a mis padres:
— Don Diego, don Diego, baje corriendo; su hija ha tenido un accidente.
Mi pobre padre confundido llamó a mi madre:
— María, vístete. Palomita ha tenido un accidente.
Mi madre encerró a su gatito en el cuarto de baño, y, ayudados por la portera, corrieron a un taxi.
EN EL HOSPITAL
En la camilla, en una sala inmensa, medio en penumbra, con cortinas blancas de separación, llegó una enfermera. Me puso una inmensa gasa en la cara a modo de apósito y empezó a desnudarme. Yo le susurraba:
— En la cara, sólo en la cara, señorita, sólo en la cara.
Ni caso me hizo; me desnudó; me puso una sábana, y cuando me quise dar cuenta, se había ido, no sin antes encender una luz del techo que me daba justo en los ojos. Soledad absoluta. Intenté mirar a mi alrededor. Al mover la cabeza tuve que sujetarme con mi mano ese apósito provisional que tenía en la cara. Lo noté empapado en sangre, y pensé: “Pues ahí es donde me han dado…”. No veía a nadie; a lo lejos, muy lejos se oía:
— Mira, Margarita, el turno de mañana lo haces tú; yo no puedo.
Medio grité: “Margarita, Margarita, ¿podías darme un calmante? Me duele mucho mi cara”. Oí desde lejos “Sí, ahora voy...”. Nadie venía. Soledad.
LO QUE OCURRÍA FUERA DE LA SALA DE URGENCIAS
Es difícil ser esposo de una actriz; yo lo comprendo.
Pero es mucho más difícil aceptar permanecer en un segundo plano durante diez años. No es un reproche; hay quien lo puede superar. Mi ex no pudo. Asimiló mi éxito como suyo. Él también se consideró famoso; y este incidente colmó su, digamos, obsesión por ser famoso (es posible que no sea del todo justa, pero así lo sentí y así lo siento y así lo corroboraron personas muy allegadas a él).
Se hizo con un despacho dentro del hospital. Ahora era el protagonista de la historia. Llamó a mi hijo y a amigos suyos. Ya la prensa estaba fuera de la puerta. Llegaron mis padres con la portera. Mi madre insistió en entrar a verme; no la dejaban. Sólo sabían que a su hija le habían disparado; nadie les decía nada. Llegó mi hijo (nunca mi familia me quiso contar con exactitud lo que pasó fuera y los impedimentos que puso mi ex para poder verme; después durante toda mi convalecencia hizo lo mismo).
EN LA SALA DE URGENCIAS
Soledad absoluta. Tenía frío, mucho frío; sólo me cubría una sábana. La luz del techo me molestaba; me notaba sangrar mucho; ya tenía completamente empapado el apósito.
Intente volver a llamar: “Margarita, Margarita...”; sólo ese nombre sabía. A mi lado, separado por una cortina, de pronto oí una voz de hombre, como de borracho, que me gritó:
— Cállate, que estoy durmiendo.
De pronto apareció mi ex; sólo le supliqué:
— Por favor, sácame de aquí; llama a Vilar Sancho (cirujano plástico); quiero irme de aquí. Si me hubiera ido con mis hermanas no me hubiera ocurrido nada”.
No me contestó y se fue.
Otra vez sola. Mucho frío. Y de pronto apareció una mujer muy bajita con bata verde; se acerco a mí.
— Por favor —le dije—, deme un calmante, no me encuentro bien. ¿Qué me ha pasado? Dígame algo.
Con voz muy dulce me dijo:
— ¿Cómo se encuentra?
— Pues mal —le contesté— muy mal.
— Vaya por Dios —me dijo—. Oiga, ¿es verdad que usted es “la Hurtado”?
— Pues sí, mire; estoy un poco nerviosa. Estoy estoy sola; ¿me podría agarrar una mano? No me encuentro bien.
— Sí, mujer, encantada de conocerla.
— Mire, necesito que me dé un calmante; algo para el dolor; ayúdeme.
— Mire, hija, yo no puedo dárselo; soy la de la limpieza.
No me lo podía creer... De pronto apareció una mujer muy alta, con bata blanca.
— Por favor —supliqué— atiéndame.
Se acercó a mí; sin ninguna contemplación —es su trabajo— me quitó de golpe el apósito y me dijo:
— Uy, esto sangra mucho... No hay salida de bala (ni se enteró que no era bala sino posta); habrá que cortar la cara hasta encontrar la bala. Pero, mientras, habrá que ponerle una grapa para que no sangre tanto.
— Señora —le dije—, verá, soy artista... y usted no me corta ni me pone en mi cara ninguna grapa.
Muy ácida me contestó:
— Pues yo soy médico y le pongo una grapa o se desangrará.
— Verá, doctora, yo moriré desangrada como Paquirri, pero mientras esté con conocimiento, usted a mí no me pone una grapa en la cara. Quiero ver a mi esposo.
Se dio media vuelta y se marchó. Soledad absoluta.
De pronto unos enfermeros entraron muy deprisa arrastrando mi camilla a toda velocidad. Se abren unas puertas y se oye: “A radiología, muy urgente”.
Con una velocidad de vértigo y dando tumbos la camilla, yo sujetándome el apósito ensangrentado, atravesamos un pasillo atestado de gente.
De pronto... ¡¡Mi madre!! ¡Es mi madre! “¡Mamá!”, grité. “¡Hija!”. Los enfermeros a más velocidad pasan de largo a mi madre que no alcanzó a cogerme una mano.
Me meten con un frenazo imposible de describir en una habitación muy oscura.
Y oigo: “No funciona esto; pasar la camilla”. Arrastraron la camilla dos veces por debajo de una máquina y, viendo que me iba a pasar lo mismo de vuelta a la sala de urgencias, les medio grito:
— O me llevan despacio y se paran con mis padres, o me bajo y me voy andando.
Se abren las puertas y apareció un señor de blanco con mi ex. Muy amable se presenta y me dice:
— Soy el director de este hospital. ¿Qué quiere, Paloma?.
Sólo acerté a decirle:
— Irme; quiero irme de aquí.
Como se lo diría, que me dijo:
— Está bien; prepararé su marcha.
Mi ex se acercó y me dijo:
— Vilar Sancho (cirujano plástico) te está esperando en el sanatorio; le llamé y está todo preparado.
— Quiero ver a mi madre, a mi padre, a mi hijo.
— Tú ahora tranquila, Palomita; ya los verás.
— O los haces entrar o me levanto yo y voy a verlos. Elige...
Sólo entró mi madre. Dos segundos... Desencajada.
— Estoy bien, mami.
En ese momento entraban dos camilleros para sacarme del hospital. Les dije:
— Tengo mucho frío.
Uno de ellos me echó una manta por encima; en eso llegó la doctora alta y dijo:
— ¡Ehh! La sábana es nuestra; quítensela.
Y ella misma tiró de la sábana.
Los camilleros, a toda velocidad otra vez, atravesaron pasillos atestados de gente; logré ver a mi padre, a mi hijo... y se abrió la puerta de salida del hospital. Un camillero dijo:
— ¡Anda! ¡La prensa!
Instintivamente, me tapé la cabeza con la manta rasposa. Oí el cliquear de las cámaras de fotos. Con un golpe seco, que me dolió hasta el hígado, se encajó la camilla en la ambulancia. Entró mi ex.
— ¿Y mis papis? —pregunté—.
— Tú tranquilita.
Sujetándome el apósito, ya chorreando sangre, evitaba como podía los saltos de la camilla dentro de la ambulancia. El ruido de la sirena me hacía daño; estaba incómoda, desnuda completamente, con una manta que me rascaba el cuerpo, con mucho frío; tiritando...
Debí desmayarme en el trayecto; y de pronto me encontré encima de la camilla de un quirófano. Calentito, con una mano agarrada de una enfermera que me acariciaba, con Benito Vilar Sancho y todo su equipo explicándome lo que tenía. Ya no me dolía nada; estaba tranquila; rodeada de miradas cariñosas... Y a las once de la noche, con una potente luz en mi cara que no me molestaba, echada en un quirófano, me dormí dulcemente... |
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